Por Dr. Gustavo Gómez Ex Fiscal Federal
Coincidencias que no lo son tanto
Hace más de 500 años, el sacerdote alemán Johannes Reuchlin jamás imaginó que, siglos después y al otro lado del mundo, un fiscal moderno lo leería con verdadera fascinación. Mucho menos que su defensa de una incipiente libertad de expresión y la sátira que inspiró —las EpistolaeObscurorumVirorum o Cartas a los hombres oscuros— resonarían tanto con los problemas del sistema de justicia actual.
Todo comenzó cuando Johann Pfefferkorn, un judío converso y dominico, obtuvo permiso imperial para confiscar libros religiosos judíos. La medida provocó una rebelión social que obligó al emperador a dar marcha atrás. Reuchlin fue entonces convocado para opinar sobre la legalidad de esa ley. Su respuesta fue clara: no podía aplicarse. Y no por razones religiosas, sino estrictamente jurídicas.
Eso es lo verdaderamente poderoso de las Cartas: su argumento contra la censura no se basaba en creencias ni dogmas, sino en el derecho.
¿Qué es el oscurantismo jurídico?
Desde sus orígenes, el oscurantismo contó con resistencia legal. Pero también encontró en la justicia un terreno fértil para instalarse. La Inquisición —de la que Reuchlin apenas logró escapar— utilizaba procesos penales “oscuros”, que ocultaban información clave al pueblo y reservaban el conocimiento jurídico a una minoría.
De ahí surge una distinción poco cómoda pero necesaria: mientras el fundamentalismo religioso parte de una fe sincera (aunque rígida), el oscurantismo se sirve de la manipulación de esa fe con fines políticos y jurídicos. Así entendido, no se opone al libre pensamiento en abstracto, sino a su aplicación práctica en instituciones como la Justicia.
¿Qué es una justicia oscurantista hoy?
Una justicia con lenguaje incomprensible, procesos opacos y sin rendición de cuentas… no es justicia. Como advertía Wittgenstein: “Todo lo que puede decirse, puede decirse con claridad.”
Lamentablemente, el sistema judicial actual muchas veces funciona en sentido contrario. No sólo desde las facultades de Derecho, que imponen un lenguaje críptico, sino también desde los procedimientos. Y el resultado es claro: la ciudadanía desconfía de una justicia que ve como lenta, lejana, corrupta o directamente injusta.
Uno de los síntomas de esta justicia oscurantista es fácil de detectar: la falta —o el caos— de estadísticas sobre su propio funcionamiento.
¿Podemos seguir llamando «justicia» a un sistema que la mayoría no comprende y muchos temen? Quizás la verdadera herejía hoy no sea cuestionarla, sino aceptarla en silencio. Mientras la justicia siga siendo un lenguaje cifrado que solo unos pocos comprenden, seguirá siendo ajena a los derechos de todos. Y en democracia, eso no es un detalle: es una deuda.