Dr. Gustavo Gómez (*)
Hay datos que no escandalizan porque parecen imposibles. Uno de ellos es el que revela que los jueces penales en la Argentina trabajan, en promedio, 30 horas por mes. En un país donde la mayoría de los trabajadores cumple más de 44 horas semanales, esa cifra no solo indigna: explica mucho del colapso judicial, de la impunidad cotidiana y del divorcio cada vez más profundo entre la justicia y la sociedad.
En Tucumán, el silencio institucional frente a este dato no es casual. Junto con Santa Cruz —y, posiblemente, Salta— la provincia se negó a informar oficialmente la carga horaria de sus jueces penales. La opacidad, en este caso, no es una anomalía: es una política. Los tribunales funcionan como cajas negras donde los datos se filtran a discreción, las estadísticas se ocultan y la rendición de cuentas se posterga hasta el infinito.
El resultado está a la vista: causas que se amontonan sin resolución, audiencias que se suspenden sin explicación y sentencias que llegan cuando ya no tienen sentido. La baja carga horaria es solo la superficie visible de un sistema que se sostiene en la inercia. Un sistema donde la falta de trabajo no genera sanciones, sino prerrogativas.
En Tucumán, el contraste entre la inactividad judicial y la gravedad de los casos es especialmente evidente. En materia de narcomenudeo, por ejemplo, no se registran condenas recientes. Las causas se pierden entre disputas de competencia entre la justicia provincial y la federal, y las denuncias de drogas plantadas o allanamientos viciados se disuelven en un vacío procesal. Nadie se hace cargo, nadie explica y nadie controla.
La Corte Suprema de la Nación comienza a intervenir ante esa inacción. Lo hace en temas ambientales —como el caso del litio en Jujuy, o la contaminación en industrias del norte tucumano—, asumiendo un rol que las justicias provinciales abandonan. Y ese desplazamiento no es un dato menor: habla de una crisis federal de confianza, donde el máximo tribunal debe sustituir a tribunales locales incapaces de ejercer su función más básica.
El mismo patrón se repite en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde causas por manejo irregular de fondos o usurpación de terrenos universitarios se hunden en un silencio similar. La justicia provincial no investiga, la universidad no sanciona y el sistema se retroalimenta en su propia impunidad.
Nada de esto sorprende. La lentitud judicial se ha convertido en una forma de poder. Cada expediente que se duerme en un despacho es, en el fondo, una decisión política. La falta de tiempo ya no es un problema: es un recurso. Porque en la Argentina judicial, el tiempo no se mide en horas trabajadas, sino en privilegios conservados.
El poder judicial no solo está atrasado, vive en un tiempo propio, ajeno a la urgencia de la gente. Mientras el resto del país trabaja, litiga, produce o protesta, la justicia sigue en receso. Un receso que no figura en el calendario, pero que define la vida institucional del país.
Y en esa quietud, la justicia deja de ser un servicio: se convierte en un lujo que casi nadie puede pagar.
(*) Ex fiscal federal
